12 may 2009

Realidad Ficticia

Una película es como viajar en metro. Sólo tienes que meterte en un vagón, en cualquiera, a hora punta, y los personajes se irán presentando ante ti .

El otro día una señora mayor entró con prisa franqueando las puertas de cristal, que ya amenazaban con cerrarse y estropear aquél abrigo de paño ajado que tantos años había llevado puesto. El caso es que la pobre mujer parecía fatigada. Le hubiera cedido mi asiento si no fuera porque yo también permanecía de pie (raras veces me siento en el metro, siempre hay alguien que lo necesitará más que yo). Contemplé con cara de pocos amigos a los individuos que sí gozaban de un asiento, qué desfachatez. Me dirigí a uno de ellos, no era ni joven ni viejo, rondaría la treintena, y se quitó los auriculares para escucharme. Le pedí, con la amabilidad de la que sabía hacer gala, que dejara sentarse a la pobre señora, ¿O es que no veía que estaba cansada? ¡Imbécil!. No, pero eso último no se lo dije, no quería yo tampoco que me llovieran tortas sin comerlo ni beberlo. El caso es que el hombre de mediana edad se apeó de su fortaleza de plástico duro y se marchó a una esquina del vagón, colocándose de nuevo los auriculares y mirándome como si fuera idiota, o seguramente algo peor.

La entrañable anciana me dio las gracias y se sentó complacida, descansando así por fin sus piernas llenas de varices. Sonreí satisfecho y mi pecho se hinchió de orgullo, nunca había participado en una película, ni siquiera era actor, pero ese papel lo había hecho francamente bien, y el villano permanecía apoyado en la pared. Agradecí cortésmente los aplausos que aquella gente soñolienta me brindaba, como el salvador que era. Todos me miraban expectantes, con los ojos inyectados en brillo y vitoreándome sin parar. Todos menos una pareja. La mujer parecía realmente enfadada y discutía acaloradamente con su pobre marido, acusándole de no comprar lo que ella le mandó y pronosticando que la cena de aquella noche sería poco menos que un desastre.

Miré el reloj que descansaba sobre mi pulsera, sólo habían pasado cinco minutos desde que entré en el vagón, así que me dirigí hacia allí, en pos de continuar con mi periplo cinematográfico. No sabía qué papel tendría que desempeñar aquella vez, pero aún me sobraban diez minutos de fama. Algo se me ocurriría.